Ley de inclusión laboral: empresas sostenibles en el largo plazo

Nicolás Hanckes

Nicolás Hanckes, gerente de desarrollo de Hcmfront

La evidencia internacional es consistente respecto a que culturas organizacionales más abiertas e inclusivas logran alcanzar una sostenibilidad en el largo plazo. En resumen, aquellas empresas que son capaces de generar equipos de trabajo diversos, que integren múltiples identidades de género, etnias o incluso competencias, son capaces de generar beneficios de triple impacto para sí mismas y su entorno: social, financiero y medioambiental.


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En Chile, la promulgación en 2020 de la ley 21.275 de inclusión laboral representó un piso para impulsar avances iniciales en la materia, en línea con incipientes transformaciones en distintos sectores en la década pasada.

El próximo 1 de noviembre entran en vigencia modificaciones a la normativa, cuyo objetivo es favorecer la inclusión de personas en situación de discapacidad en el mercado del trabajo, lo cual supone una buena noticia. Y por múltiples razones.

Las regulaciones permiten correr el cerco de lo que percibimos como posible y, además de establecer exigencias, también actúan como un incentivo para las transformaciones. Al empujar nuevos cambios, motiva a las empresas a no quedarse atrás, a actuar como líderes y contagiar a sus competidores para elevar los estándares.

Estudios en todo el mundo certifican que la mayor diversidad y espacios para la inclusión efectivamente tienen un correlato con la competitividad. A mayor apertura, mejores resultados es una ecuación que más temprano que tarde comenzarán a percibir las empresas locales, en la medida que con más agilidad incorporen acciones y protocolos en sus procesos.

Entre las modificaciones, la ley 21.275 establece la presencia de un profesional certificado como “gestor o gestora de inclusión laboral”. Este especialista del área de recursos humanos tendrá la responsabilidad de impulsar las acciones que favorezcan la inserción en igualdad de oportunidades a personas en situación de discapacidad.

Si bien las regulaciones establecen mínimos técnicos de implementación –como por ejemplo, que la obligatoriedad de este cargo es para empresas de más de cien personas–, el mayor desafío está en cómo las culturas de las instituciones se empapan de los cambios.

De nada servirá si las funciones son cosméticas o apuntan solamente a hacer un “chek” en la lista de tareas.

La implicación de los liderazgos, acciones de real impacto para los beneficiarios, los procesos participativos y colaborativos, entre otros ejes, serán cruciales para que los requerimientos sean efectivamente parte de un contexto superior, de una visión estratégica a nivel corporativo que permita instalar esta transformación en el adn de sus culturas.

Según las modificaciones de la ley, será el gestor o gestora de inclusión el o la responsable de desarrollar las instancias en pro de la inserción de personas en situación de discapacidad. Pero su función debe apuntar más bien a un rol de facilitador o articulador de esfuerzos colectivos, en sintonía con objetivos superiores y con cambios que efectivamente sean percibidos por toda la dotación y no solo de manera acotada por sus beneficiarios.

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