La tierra de los anacardos

Brigitte LG Baptiste

Por: Brigitte LG Baptiste

Hay una región de Colombia donde crecen plantaciones excepcionales de marañones. Se dan silvestres a lo largo de las escasas vías, adornan los solares y dan nombre a un verano de colores rojos y amarillos cuando sus frutos, que no son frutos sino pedúnculos engrosados, se convierten en manjar frescos para pericos, monos y niños en calles y campos. Marañolandia habría que llamar ese país, que en estos días recibió la primera planta de procesamiento industrial de almendras de cajú, como se las llama en Brasil, cada vez más preciadas por sus cualidades nutricionales y gastronómicas, aunque comiendo marañones en Puerto Carreño se da uno cuenta de que nunca había probado los de verdad, dulces, gigantes, con todos sus aceites y propiedades medicinales, no esos trocitos tostados que han recorrido medio planeta para llegar a un supermercado.


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El cultivo y la producción de los marañones que comienza a crecer en el Vichada es producto de una gesta épica de algunos visionarios, ciencia paciente desarrollada en los campos de Carimagua, y gente emprendedora que ha insistido, para fortuna nuestra, en que vale la pena trabajarle a Colombia con la comida de calidad, orgánica, adaptada a las condiciones del llano. Hace apenas un mes, después de tres viajes, marítimos desde India, en tractomula y por el río Meta, llegó la máquina que permite aprovechar las nueces del Anacardium, como se le conoce en latín botánico a esta planta deliciosa. Toda una odisea que concluye con una capacidad instalada que por ahora supera con creces la agrícola, especialmente porque parece que muchos de los cultivos no tienen la asistencia técnica requerida y quedarán en el anaquel con otras frustraciones de los productores; un tema para ponerle atención.

El Vichada es hoy día un departamento forestal, agroindustrial, ganadero y ecoturístico. Obsesionado con la vía a Puerta Carreño, que debería ser un ferrocarril y una línea fluvial por el Meta, según algunos, pero mal vista por los especuladores de tierra y los que creen que solo con autopistas se conecta la gente, en una época en la que el uso del motor de explosión es un anacronismo y los autos eléctricos son una quimera costosa. La historia y el nuevo gobierno dirán si vale la pena invertir en esas nuevas autopistas.

Queda sobre el terreno el manejo ambiental, la cenicienta. Muchos empresarios y comunidades se preocupan por los efectos de las transformaciones ecológicas de la altillanura, vecina del Amazonas, y de las sabanas inundables de Arauca y Casanare, entre los Andes y Venezuela. Las corporaciones autónomas, en babia, la agricultura y la ganadería no son sus asuntos; la pesca la rige una agencia aún mas descolorida, y las autoridades se preocupan más de los peajes a los proyectos y las regalías que de inversiones de interés social, con contadas excepciones, por supuesto: el bienestar de la gente siempre tiene adalides que no ceden, unos en el sector público, otros en las organizaciones de la sociedad civil; otros desde sus empresas. La academia regional, aporreada.

Todo por hacer en este medio país que no es amazónico ni selvático, despensa prometida, horizonte de oportunidades. Todo por hacer, pero con la palabra sostenibilidad en mayúscula, o será muestra de que no hemos aprendido nada del desastre que hemos causado y hoy toca tratar de reparar en el resto del territorio nacional. Mientras tanto, a comer marañones colombianos.

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