El recién terminado 2020 ha sido un año extraño y difícil con un fuerte impacto en nuestras vidas y sociedades, en términos de salud física y emocional, de economía, de educación. Al mismo tiempo, ha sido un período de nuestra vida que no olvidaremos jamás y que nos ha obligado, en lo personal y profesional, a replantear miradas, a superar inercias, a rehacer mapas y rutas… ¡Quién nos habría dicho, hace unos años, que en estos momentos nos moveríamos de esta forma!
Si centramos nuestra mirada en la educación, y especialmente en la educación superior, nos daremos cuenta de que estamos frente a un cambio sin precedentes y, por tanto, a una gran oportunidad de innovación educativa. Cuando la primera o segunda semana de marzo del año pasado, millones de profesores y alumnos de la mayor parte de universidades del mundo se tuvieron de quedar en casa y se cerraron los campus, todo cambió. Pasamos de una enseñanza presencial centrada en la transmisión de conocimientos, a una enseñanza remota de emergencia en la que los profesores tuvieron de utilizar, sin preparación previa, los medios digitales al alcance para llegar con sus clases al domicilio del estudiante.
Y en ese período hemos aprendido muchas cosas: la importancia del vínculo entre los profesores y los alumnos y de los alumnos entre ellos, la necesidad del trabajo en equipo entre los docentes, la importancia de conocer y saber usar las herramientas tecnológicas que vehiculan nuestra relación docente-estudiante, el desarrollo de un papel más activo y autónomo del alumno aprovechando la sincronía y asincronía, y el redescubrimiento de que la transmisión de conocimientos no puede ser un fin, sino un medio para desarrollar personas y profesionales que puedan vivir plenamente en el mundo disruptivo del siglo XXI.
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