Si bien, para muchos, es la presión de las sanciones internacionales lo que ha obligado al Gobierno a aproximarse al dialogo con la oposición, la prolongada vigencia de sus efectos le ha hecho perder terreno en la opinión pública. Crecen los ecos de un lobby venezolano que se fortalece en los sectores de poder estadounidense, que, entretanto, adelanta una política de flexibilización en el sector energético. Representantes de Maduro y el Departamento de Estado se han sentado en una mesa en Doha, Qatar, para intercambiar al respecto. Ya es común escuchar a empresarios, economistas y dirigentes opositores moderados pedir su derogación definitiva.
El colapso económico y productivo de Venezuela afloró completamente en 2013, poco después de la muerte de Hugo Chávez. Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, y al comienzo, algunas nacionales latinoamericanas, colocaron sanciones políticas, económicas y administrativas al Gobierno de Maduro a causa de la dura represión a las manifestaciones opositoras de 2014 y 2017, que produjeron varias decenas de muertos; por impedir legislar soberanamente al parlamento que entonces controlaba la oposición; por socavar la democracia en consultas electorales amañadas, y por acusaciones a miembros de la plana dirigente revolucionaria de corrupción, lavado de dinero y violaciones a los derechos humanos que hoy son investigadas en la Corte Penal Internacional.
De acuerdo a cálculos de la firma Datanalisis, 74 por ciento de la población ya no está de acuerdo con las sanciones internacionales al país, frente a un 17 por ciento que sí lo está. Cerca del 30 por ciento de la población responsabiliza a las sanciones de la situación actual. El 76 por ciento manifiesta, en particular, su interés en que sean suprimidas las sanciones petroleras, en una nación con altas tasas de endeudamiento y salarios misérrimos. Por contrapartida, las sanciones personales a determinados funcionarios son aprobadas con un 52 por ciento.
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