La difícil transición a la sustentabilidad

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Mucho se ha hablado de sustentabilidad, sea en la academia, en la política y en otros ámbitos. Si bien existen casos específicos en los que se ha avanzado, no podemos decir que las sociedades actuales se distinguen por orientar los procesos económicos y sociales hacia un desarrollo sostenible, quizás estos destaquen por conducirse en sentido contrario.

Afirmar lo anterior tiene sustento si revisamos nuestra forma de vida. No podemos hablar de que la producción de bienes y servicios que se realiza en la sociedad en que vivimos sea sostenible, como tampoco lo es el consumo; una gran parte de la riqueza que se genera en las economías actuales se basa en bienes «basura», que por diversas razones consumimos, se convierten en patrones que rigen la vida que llevamos, son, incluso, parte de nuestra cultura, hay ejemplos emblemáticos como la producción y consumo de refrescos azucarados y otras modalidades de «comida» chatarra.


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Cuando hablamos de sustentabilidad nos referimos a una forma de vida en que la producción de riqueza, por principio de cuentas, se basa en un aprovechamiento de los recursos naturales y productivos que si bien alteran los sistemas naturales no los destruyen, respetan los umbrales que la propia naturaleza establece permitiendo la permanencia de las diferentes formas de vida que en ella existen.

Actualmente el mayor desequilibrio que hemos provocado ocurre en el sistema climático, alteramos el ciclo natural de la energía al utilizar como fuente energética principal a los combustibles fósiles, cuyo uso genera emisiones de los llamados gases de efecto invernadero que impiden la salida de los rayos ultravioleta que emite el sol y provocan el calentamiento de la tierra. Es un fenómeno que se gestó a partir de la era industrial, apenas unos siglos atrás, donde el aumento en la temperatura está teniendo consecuencias en los demás sistemas naturales y en los sociales, evento que parece irreversible en el corto plazo que obliga a la especie humana a enfrentarlo con medidas de adaptación y mitigación.

También hemos provocado otros desequilibrios en la naturaleza, algunos de alcance global y otros locales, que están cambiando nuestra forma de vida, pero sobre los cuales no tomamos conciencia y continuamos realizando nuestras actividades económicas y domésticas sin advertir las consecuencias que devendrán. Nuestra forma de vida, cada vez menos sostenible nos exige percibir los impactos que está provocando y reaccionar cambiando desde los hábitos personales hasta las formas de producción más complejas y el consumo en escalas cada vez mayores.

Tal parece que la construcción de una nueva visión de nuestra forma de vida, como dicen algunos especialistas, de un nuevo paradigma que responda a la crisis civilizatoria que enfrentamos, requerirá un enorme esfuerzo que nos involucre a todos los habitantes del planeta, esfuerzo que debemos empezar desde los lugares donde vivimos.

Ejemplos de lo anterior sobran en nuestra región, la Comarca Lagunera, una de las zonas más contaminadas del país. De entrada, desconocemos el estado de recursos naturales como el suelo, el cual se degrada o se pierde por el uso que hacemos de él, como ocurre en el primer caso con los suelos agrícolas que tienen niveles elevados de contaminación por el uso intensivo de agroquímicos, fertilizantes sintéticos o agua salina en los cultivos, o en el segundo con los suelos urbanos que han reducido significativamente la vida en ellos por la invasión de las edificaciones.

El aire atmosférico también está sufriendo alteraciones graves en su composición química, y al igual que con los suelos, desconocemos la calidad del mismo en la mayor parte de los espacios urbanizados, donde tampoco realizamos una medición constante y confiable de los gases de efecto invernadero que generamos principalmente con el hato ganadero y los medios de transporte. En realidad, le damos poca importancia al estado en que se encuentran estos recursos naturales, valdría preguntarnos cuantos de los laguneros nos preocupamos sobre estos temas.

En algunas ocasiones ni siquiera podemos mejorar las condiciones de vida urbana como ocurre con la movilidad, donde los gobiernos han mostrado una limitada capacidad de crear infraestructura para avanzar en una movilidad sostenible, prueba de ello es el rezago con el metrobus o poner en duda acciones que constituyen un avance como los pocos tramos de ciclovías en vez de pensar en ampliarlos, no se diga de infraestructura urbana que permita un tránsito peatonal seguro y digno.

No se diga sobre el tema catastrófico del agua enfrentamos. La penuria que sufren miles de familias por el desabasto y otros miles por la contaminación es una condición indigna para quienes viven en una región desértica privilegiada con el agua disponible, pero desafortunada con el uso prioritario que se le da para sembrar cultivos inapropiados para las condiciones climáticas locales, penuria que provoca las justas protestas y pone en jaque a los gobiernos municipales frente al silencio del gobierno federal y la soberbia de quienes acaparan el recurso a costa de la salud de las personas.

No cabe duda que enfrentar estos y otros retos no menores que indican vivimos en una región donde se usa cotidianamente el discurso de la sustentabilidad, pero poco se hace para avanzar por esa senda, resulta cada vez más difícil la transición hacia esta nueva visión de la vida. Darnos cuenta de ello es la mejor forma de abandonar la pasividad con que asumimos la forma de vida que tenemos, aunque esto quizás nos lleve a tomar las calles para cambiarla, como ya lo hacen los miles de habitantes de colonias y comunidades rurales que conforman ese sector de la población llamado afectados hídricos. No debemos sorprendernos si esto continúa así.

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