Shopper Experience: deseando poseer cosas: historia de siglos de consumo desaforado

Mujer de cabello largo, bolso grande naranja en tienda de ropa viendo vestidos

Puede resultar a bote pronto extraordinariamente osado zambullirse en un libro de más casi mil páginas sobre la historia del consumo, pero ese es el reto (tan extenuante como interesante) que Frank Trentmann propone en el libro Empire of Things.

Al fin y al cabo, Trentmann, que en su obra repasa el historia del consumo desde el siglo XV hasta la actualidad, tiene el pleno convencimiento de que necesitamos aprovisionarnos de una perspectiva histórica para diseccionar lo que acontece en los tiempos que corren desde el punto de vista del consumo.


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A juicio de Trentmann, que enseña historia en el Birbeck College de la Universidad de Londres, la actual sociedad de consumo no tiene necesariamente su germen en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX (como si hubieran sido necesarias unas determinas condiciones liberales de mercado para que esa sociedad de consumo terminara echando brotes verdes).

El consumo tal y como hoy lo conocemos comienza a asomar la pata en el siglo XV

Trentmann observa el consumo desde múltiples puntos de vista, viajando varios siglos atrás en el tiempo y apalancando la mirada en continentes y sistemas políticos diferentes.

La particular genealogía del consumo de Trentmann se inicia en el siglo XV en dos lugares distintos y geográficamente remotos: la Italia del Renacimiento y la China de la Dinastía Ming (1520-1644).

En estas dos sociedades preindustriales el consumo comenzó ya a asomar la pata y productos como la seda y la porcelana se convirtieron en el codiciado objeto de deseo de un consumidor aún incipiente, pero ya ávido de poseer cosas.

El consumo comenzó a florecer en Italia y China gracias la expansión del comercio interregional (convertido a la postre en comercio global) y también al fenómeno de la comercialización de la vida cotidiana.

Algo más tarde, en el siglo XVI, comenzaría a germinar el comercio de artículos exóticos de lujo: el té oriundo de China, el café y la caña de azúcar de la región árabe, y el tabaco y el cacao del Nuevo Mundo.

A pesar de su crítica al enfoque anglo-americano que impregna buena parte de los discursos del consumo, Trentmann admite en los siglos XVII y XVIII comenzó a tomar forma una dinámica e innovadora cultura de consumo que halló su particular patio de recreo en Reino Unido gracias a la expansión del imperio británico y a la influencia de filósofos de origen escocés David Hume y Adam Smith.

Explotando la vertiente más civilizadora del consumo

Hume atribuyó cierta pátina civilizadora al disfrute de artículos de lujo y al gozo del arte. «En una nación donde no existe demanda de semejantes superficialidades la gente se hunde en la indolencia, pierde la alegría de vivir y acaba trocándose en inútil para la sociedad», decía el filósofo nacido en Edimburgo. Desde el punto de vista de Hume, la tríada formada por comercio, educación y humanidad se convirtió en el particular faro de la sociedad burguesa y capitalista de la época.

Adam Smith, cuya obra La riqueza de las naciones (1776) es contemplada a menudo como un giro absolutamente copernicano en el pensamiento económico, hacía gala de una filosofía similar a la de su colega Hume. Smith creía que la acumulación de posesiones tenía un efecto civilizador en la personas, puesto que reconducía la competición y la agresión hacia actividades más inocuas.

El libro de Trentmann, que bebe del caudaloso torrente de diferentes disciplinas académicas, halla quizás su principal fortaleza en que no narra la historia del consumo limitándose a los posesión de artículos en el plano individual y adopta también un punto de vista cultural.

Trentmann no oculta además su interés por la dimensión emocional del consumo, donde la identidad humana y el universo material se benefician de una interrelación sumamente productiva. El autor de Empire of Things llega incluso a recomendar a los economistas leer más novelas de Henry James para comprender más adecuadamente nuestro apego psicológico a los objetos.

Además, a ojos de Trentmann, la necesidad humana de poseer cosas desempeña al parecer una función esencial en la formación de la propia identidad de las personas. «Las posesiones materiales son también portadoras de identidad, recuerdos y sentimientos», dice Trentmann.

En su libro el consumo avanza triunfante echando abajo fronteras geográficas e ideológicas. De hecho, los regímenes fascistas y comunistas del siglo XX no fueron inmunes en modo alguno a los encantos de la sociedad del consumo. Incluso durante la Guerra Fría todo pivotaba en realidad en torno a la cuestión de quién podía construir una civilización material superior: Estados Unidos o la Unión Soviética. Y la China actual demuestra también que la sociedad de consumo de masas y la democracia liberal de mercado no tienen necesariamente que coexistir.

El brete en el que pone el consumismo más desaforado al medio ambiente

De la obra de Trentmann termina coligiéndose en todo caso que nuestro desaforado anhelo por consumir ha tenido desde el punto de vista histórico un efecto más emancipador que meramente cegador. La abolición de la esclavitud en Reino Unido a finales del siglo XVIII fue espoleada, por ejemplo, por el hecho de que la posición social de la gente comenzara a ser definida por la posesión de cosas y no tanto por la posesión de personas.

Así y todo, Trentman no niega en su libro que el consumismo absolutamente licencioso que gobierna la sociedad actual dista mucho de ser ecológicamente sostenible. No en vano, entre 1900 y 2000 la cantidad total de materiales extraídos del vapuleado planeta Tierra se incrementó por diez.

Trentmann aboga en este sentido por un cambio urgente en nuestro «metabolismo material» para procurar descanso a un ecosistema sistemáticamente maltratado, aunque no cree demasiado en la disposición del consumidor a título individual a renunciar a poseer cosas y reclama la intervención del estado (del mismo modo que el estado del bienestar contribuyó en su día a acelerar el consumo).

Puede que el hecho de consumir nos procure placer a raudales y sea hasta cierto punto edificante (desde un punto de vista histórico), pero si el consumo (absolutamente desatado) destruye el planeta en el que moramos, todo lo que poseemos y compramos a al tuntún está también abocado a fenecer.

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