Según publica el portal National Geographic Cada día, nuestro cuerpo realiza un sinfín de acciones que consumen su energía. Para recuperarla, el cerebro nos invita a alimentarnos y conseguir esos nutrientes que el cuerpo necesita para seguir funcionando correctamente. Sin embargo, el hambre no responde únicamente a ese impulso programado para nuestra supervivencia. El hambre también puede activarse como una reacción ante determinados factores, internos o externos, que nos impulsan a sentir un apetito que va más allá de las necesidades básicas del cuerpo.
El color seduce
Uno de los factores que más influye en nuestra percepción sobre los alimentos es el color. Las tonalidades que aparecen frente a nuestros ojos, sobre un plato, en una mesa, en una imagen, resultan determinantes a la hora de elegir una comida u otra.
Los alimentos de color rojo, amarillo o naranja, por ejemplo, llaman más nuestra atención y suelen despertar nuestro apetito, seguramente porque nuestro cerebro los relaciona con frutos maduros. Sin embargo, como los alimentos no suelen ser azules, los que tienen este color no suelen resultar tan apetecibles. En la naturaleza, los colores azul y violeta a menudo se relacionan con alimentos en mal estado, por lo que la explicación más plausible es que generen un rechazo inconsciente en nuestro cerebro.
La trampa del estrés
Otro elemento crítico a la hora de controlar el hambre es el estado de ánimo. Algunas sensaciones o emociones hacen que perdamos el apetito y otras, en cambio, nos impulsan a sentir un hambre voraz. Esto último sucede, por ejemplo, con el estrés.
El estrés es una reacción fisiológica que se desencadena cuando percibimos una amenaza y mantiene el organismo alerta para poder huir o luchar en caso de que sea necesario. Para que el cuerpo disponga de la cantidad de energía suficiente para enfrentarse a esa posible amenaza, se producen unas hormonas denominadas glucocorticoides, que regulan la producción de ghrelina (la hormona que regula la saciedad e informa al cerebro de la necesidad de comer) y hacen que la sensación de hambre aumente. Por eso, si el estrés es constante y la producción de esas hormonas se mantiene, sentimos más apetito.