La historia desconocida de la firma de lujo más irreverente

Adiós excesos, hola distinción: qué es y cómo se lleva la tendencia del ‘lujo silencioso’

Tras el inesperado abandono de Jeremy Scott, Moschino sigue huérfana. La firma cumple 40 años revolucionando el mundo del lujo, y por todo ello repasamos la intrahistoria de su creador, Franco Moschino, y de la casa que recuperó la cultura pop e hizo de la sostenibilidad su bandera antes que nadie.

Moschino cumple 40 años en un momento delicado: su director creativo en los últimos diez, Jeremy Scott, abandonó su puesto el pasado marzo, junto al manager general, Stefano Secchi. Ahora mismo, Aeffe, la empresa matriz propietaria de la marca desde 1999, continúa a la busca de la persona que pueda sustituir a un creador tan distintivo como Scott.


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¿Podría ser alguna de las cuatro mujeres que, con sus diseños-tributo, han protagonizado el desfile que ha celebrado el aniversario de la firma, el día 21 en Milán? Sería la primera vez que se elige de esta manera, mediante una especie de casting público, a un director creativo. Nada que ver con lo que sucedió en la anterior sucesión. Fue Rosella Jardini, mano derecha de Franco Moschino, quien tomó las riendas tras el fallecimiento del fundador.

La marcha de Jeremy Scott, inesperada, prueba lo complicado que es mantenerse al frente de una marca cuyo valor reside en la crítica social, la ironía y, hasta cierto punto, la excentricidad. Complicado no repetirse, seguir divirtiendo, mantener vivo el interés.

El estadounidense ha hecho de todo y casi todo bien (los números le avalan) para actualizar el legado de Franco Moschino, mucho más que un disidente en la industria de la moda. Sobre todo, recuperar la estética pop, la cultura de masas y el gusto por lo kitsch para la alta costura, un lugar sobrado de esnobismo en el que inyectó cierta perspectiva plebeya.

Scott tuvo la suerte de llegar a Moschino cuando despegaba en la sensibilidad occidental cierto gusto por lo ‘cute’, lo infantil y adorable, en un repliegue hacia territorios dulces e inofensivos en estéticas del cómic o los dibujos animados, que compensan la creciente dureza de la vida en nuestras sociedades. No es exactamente el escapismo ‘kawaii’ que arraiga en la traumatizada e híper consumista sociedad japonesa, pero se le parece.

Scott homenajeó a Barbie mucho antes de que Margot Robbie encarnara genialmente a la muñeca. Vistió a Katy Perry de candelabro en la gala ‘camp’ del Metropolitan. Mezcló logos de McDonald’s con Bob Esponja, citó a Cruella de Vil y revisitó My Little Pony o los Loony Tunes. Cambió textiles e hilo por cartón y cinta de embalar. Sus prendas fueron siempre más atractivas y seductoras que su subtexto: la conocida crítica al consumo, la superficialidad y el clasismo. El ADN de la moda.

En el documental ‘ Jeremy Scott: The People’s Designer‘ (2015), el modista de Kansas justifica el título de la película de la siguiente manera: «Me he ganado el apelativo de ‘diseñador del pueblo’ porque mis orígenes son humildes y porque mi trabajo conecta con la cultura pop, algo que llega a más gente que la naturaleza elitista de la mayoría de la industria«.

En realidad, no es tan sustancial lo que Franco Moschino y Jeremy Scott tienen en común, aunque ambos asumieran el sentido del humor y la irreverencia como el hilo que corre por sus costuras. Más bien podemos decir que Scott se puso al servicio de la tarea de Moschino, actualizándola formalmente al lenguaje del siglo XXI.

El diseñador lombardo legó en sus colecciones la constante de una clave crítica, pensada y lanzada con la evidente intención de, al menos, molestar. Sin embargo, su costura era intachable, con un dominio de las hechuras clásicas evidente y una gran capacidad para retomar siluetas favorecedoras y reconocibles. Jeremy Scott entendió a la perfección esta aparente contradicción. En su primer desfile para Moschino en la Semana de la Moda de Milán en marzo de 2014, recibió los aplausos finales con una camiseta que decía: «No hablo italiano, pero sí hablo Moschino».

Pese a su talento y entrega, la crítica a la industria desde el corazón mismo de la alta costura tenía más calado en el tiempo de Franco Moschino que en el siglo XXI, cuando la ironía viste sin problema alguno a la hipocresía. Hoy, el producto pop que se dice cargado de denuncia sirve en realidad para publicitar y reproducir eso mismo que está criticando. La ironía es que ya no hay ironía, sino meme.

En los 90, cada prenda que Franco Moschino enviaba a la pasarela con la intención de epatar, lograba tanto impacto como en su momento Elsa Schiaparelli, cuyo legado surrealista y humorístico Franco recogió. Ocurrió con su versión del clásico traje de tweed de Chanel, que versionó confeccionado en materiales humildes.

O cuando estampó el lema «Waist of Money» (‘Despilfarro de dinero’) en una de sus chaquetas. Moschino subió a la pasarela una camisa «solo para víctimas de la moda». En una camiseta de su línea barata, impresionó la pantalla de un televisor que sintonizaba ‘Channel N.º5’: otra pullita a la ‘maison’ francesa de la era Karl Lagerfeld.

En 1989, en una entrevista con ‘New York Magazine’, aseveró: « La moda es vulgar. Estar a la moda no es algo positivo. Hablemos de algo que valga la pena. La moda mata a la gente. Como diseñador tengo que convencerte de cambiar tu pelo, o las gafas que llevas y eso te convierte en un títere».

Ya en los 90, abrazó la sostenibilidad antes que nadie. Su conciencia ecológica le llevó a ser el primer modisto de alta costura que prescindió de las pieles de animales. «Estar a la moda significa tener conciencia de la maldad que puede infringirse a la naturaleza. La naturaleza es más valiosa que la moda», decía. Con el paso de los años, las campañas de Moschino se convirtieron en verdaderas instalaciones que criticaban problemas sociales como el cambio climático, las drogas, la violencia, la contaminación, el racismo o la crisis del sida.

En realidad, Franco Moschino jamás quiso dedicarse a la moda, sino a la pintura. De hecho, se consideraba más artista o publicista que diseñador. Incluso llegó a autodefinirse como «un mero comentarista». «Me limito a copiar y a desacralizar a otros diseñadores. Relato lo que ocurre, tratando de comprender las motivaciones de la gente», aseguró. Sintomáticamente, Jeremy Scott se también se consideró «un comunicador» en el manifiesto que escribió para ‘The Guardian’ en 2014.

«Los sermones no gustan a nadie. No suscribo la idea de estar de moda o pasar de moda», explicaba allí. Kim Hastreiter, editor de la revista ‘Paper’, dijo a ‘The New Yorker’ en 2016: «Jeremy no es la típica persona del mundo de la moda. Pertenece más bien al mundo de la cultura».

Scott nació en una granja de Lowry City, un suburbio de Kansas, y sufrió ‘bulling’ en el colegio por su afición a la moda y sus looks. Entre sus héroes siempre estuvo Moschino, además de Gaultier, Margiela y Mugler. Franco, hijo del herrero de la pequeña localidad lombarda de Abbiategrasso, a 22 kilómetros de Milán, se escapó de casa a los 17 para hacerse un hueco en las artes creativas.

Se matriculó en la Accademia di Belle Arti y pronto comenzó a trabajar como ilustrador freelance en revistas de moda. La curiosidad le llevó a estudiar moda en el Marangoni Institute, desde el que saltó a un puesto de ilustrador en Versace. Gianni supo ver enseguida su talento y, de hecho, le animó a montar su propia marca.

Franco quería «crear trajes económicos, útiles y prácticos», no solo llamativamente humorísticos. Era consciente de que su ingeniosa ironía no era ingrediente suficiente. « La ropa, aunque sea divertida, tiene que estar bien hecha. Es sencillo ser divertido con una camiseta, pero es más inteligente si lo haces con un abrigo de visón. Después de todo, si el caviar fuera barato su sabor no sería interesante», reflexionaba.

Murió demasiado pronto, a los 44 años. En principio, se dijo que de un tumor abdominal, pero poco después se supo que había sido a causa del sida. Con su pícara cara de niño, su bigotito coqueto y su sempiterno look con camiseta blanca y cazadora de cuero negra, Franco lucía como la seductora encarnación italiana de los dibujos homoeróticos de Tom of Finland. Una de sus últimas campañas, Smile!, impulsó acciones solidarias para recaudar dinero para el tratamiento de niños enfermos de sida.

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