Opinión: La moda en tiempos de peste

Nunca olvidaré un día de invierno en Milán —era el año de 1989— en que a causa del frío entré sin fijarme en la primera tienda que encontré para comprar una bufanda. Cogí la primera que vi, de rayas con cuadros, y sin mirar el precio fui a la caja a pagar. Cuando me dijeron lo que costaba, creí que era un error: ¿Perdón? Eran todavía los tiempos de la lira, y la bufanda costaba la mitad de lo que yo necesitaba para vivir un mes. Dejé la bufanda en el mostrador, di media vuelta y salí al ventarrón helado de enero, no sin antes mirar (y odiar para siempre) la marca de la bufanda exhibida en la vitrina: Burberry.

Desde entonces leo las noticias que hay sobre Burberry y no me entristezco cuando son malas. La más escandalosa de todas ocurrió en julio de 2018, cuando se supo que la marca británica había quemado mercancía nueva, y en perfecto estado, por un valor de 37,8 millones de dólares, con el propósito de defender la exclusividad de sus prendas. No podía venderlas con gran descuento, y mucho menos donarlas, porque entonces cualquier pobretón podía salir a la calle cubierto con una bufanda, un abrigo o un suéter diseñados tan solo como señal de estatus para los más pudientes. Como entre esta ropa había elementos o prendas completas elaboradas con cuero animal, o con lana de cabra, Burberry recibió muchos ataques de los ecologistas y dejó de quemar los retazos de cachemira no vendidos.


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Este año de la peste he leído que esta misma marca tuvo que cerrar 24 de sus tiendas en China y muchas otras en todo el mundo. A otras marcas y tiendas de ropa lujosa les ha ido peor: Brooks Brothers, J.Crew, JC Penney, entre otras, se han declarado en quiebra. Gap informó que no puede pagar el alquiler de las 2.785 tiendas que tiene en arriendo en Estados Unidos. Gucci ha cancelado eventos, paró la producción en muchas de sus plantas y, consciente de lo grave que es la plaga para su negocio, ha hecho donaciones de millones de dólares a la Organización Mundial de la Salud.

Lo más interesante es que, como ahora la gente se queda en la casa, al negocio de ropa que mejor le ha ido es al que no sigue ninguna moda: el de la ropa cómoda, duradera y barata: sudaderas, camisetas anchas, buzos sin adorno alguno, prendas de algodón blanco o de colores. Esta ropa “sin gracia” y sin señales de estatus es la que la gente compra, no en tiendas sino online, durante la pandemia.

Cuando leo testamentos antiguos, de personas de cierta distinción en los siglos pasados, es muy frecuente que los moribundos se refieran a su poca ropa y la repartan con cuidado: “Désele el vestido de luto a mi hijo Fernando”; “el sayo y las calzas coloradas deben entregarse a …”; “el traje con que me casé está en muy buen estado y debe heredarlo mi hija Patricia”… Las herencias de ropa de hace siglos, incluso entre personas ricas, nos indican que la abundancia de prendas es algo que se ha dado solamente a partir del siglo pasado. Lo que antes se valoraba no era lo que estaba de moda un año o una temporada, sino lo que duraba, lo que no se ajaba pronto, lo que ayudaba a proteger del frío en invierno o a cubrirse sin calor en tiempo de verano.

Si algo nos ha enseñado esta pandemia es que casi todos tenemos mucha más ropa de la que necesitamos. Que hay mucha moda tonta que no se usa por comodidad, calidad o belleza, sino por lo que significa a los ojos de los demás. Que no es que las bufandas Burberry protejan mejor del frío que las que hacen con alpaca los indios del Cuzco, aunque estas últimas cuesten cien veces menos. Y que la superproducción de ropa de ciertas marcas de lujo (que luego se quema o se pica o se destruye) forma parte de eso que se llama “la historia de la estupidez humana”, según el célebre libro de Paul Tabori. Al lado del inútil oro para adornarse, de los corsés infames o de los miriñaques almidonados y con aros, de las pelucas blancas de los nobles, también la moda del siglo XX debe ir a parar al basurero de la historia.

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