Opinión: El corazón de la inteligencia artificial

Utilizados adecuadamente, los productos de la industria 4.0 pueden ser nobles aliados de la humanidad

Si el sentido del progreso es elevar al ser humano sobre sus contingencias materiales para satisfacer las exigencias supremas de su naturaleza, la innovación científica y la tecnológica son excelentes recursos en este proceso de liberación de la especie. Mediante las distintas revoluciones industriales surgidas a lo largo de la historia, el hombre ha ido adaptando su hábitat a los proyectos que configuraron su existencia en cada época. La llegada de la ‘Industria 4.0’ supuso el inicio de la actual revolución industrial, la cuarta, en la que la inteligencia artificial desempeña un papel central dentro de los varios sistemas tecnológicos que constituyen aquel proceso de transformación científica, económica, social…


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Concebida como ciencia que diseña máquinas con capacidades semejantes a las del cerebro humano -como pensar y actuar usando la lógica racional-, la inteligencia artificial presenta ya en la actualidad múltiples aplicaciones en el ámbito sanitario, educativo, financiero, comercial, agrícola, del transporte y la logística… Su potencial es extraordinario para contribuir todavía más en el futuro a la consecución del progreso y la socialización humana. Sin embargo, este saber no tuvo su origen histórico en las últimas décadas y en tierras lejanas, sino que ya en 1914 y en nuestro país se sentaron las bases de lo que cuarenta años más tarde sería conocido como inteligencia artificial.

En su obra ‘Ensayos sobre Automática’, el cántabro Leonardo Torres Quevedo (1852-1936) dejó constancia de que una nueva ciencia, que él llamó Automática, iba a revolucionar la sociedad a medio y largo plazo. Con su invención del autómata ajedrecista -un robot capaz de jugar una partida de ajedrez con una persona-, este académico de múltiples instituciones españolas y extranjeras, ingeniero de caminos, matemático, genio de la mecánica de su tiempo y prolífico inventor consiguió la primera manifestación de inteligencia artificial en una máquina. Su labor en este campo alcanzó resonancia internacional y gozó de gran prestigio gracias a sus patentes en multitud de áreas, como los transbordadores, los dirigibles o el radiocontrol.

Sus aparatos son citados como precursores de la cibernética, del cálculo analógico y de la informática. Precisamente en este año se cumple el centenario de su invención del aritmómetro electromecánico, calculadora digital que puede considerarse el primer ordenador de la historia. Asimismo proyectó para las cataratas del Niágara el primer teleférico concebido para el transporte de personas, que sigue todavía prestando servicio en la actualidad. Igualmente ideó el no menos famoso ‘telekino’, primer mando a distancia de la historia y precursor de los actuales drones. Son éstas algunas muestras de la formidable creatividad de este ilustre sabio montañés, que además fue decidido y generoso propulsor de la invención ajena. Su alegría se presentaba -según palabras de su hijo Gonzalo- «antes del invento […]. La primera intuición le proporcionaba los mejores momentos. En el instante en que se habría ante él el ancho campo de la investigación vivía intensamente, casi dichosamente».

No es de extrañar este hecho si se tiene en cuenta que la aparente frialdad de la actividad científica y técnica oculta muchas veces el cálido corazón de quienes le dan vida. Y así sucedió en el caso de Torres Quevedo, cuya moralidad, fundamentada en su espiritualidad cristiana, se evidenció a lo largo de su vida y en el momento de su muerte. Fue un hombre de elevada elegancia espiritual: sencillo, modesto, prudente, desinteresado, familiar, amante de los suyos y preocupado por el prójimo, sensible a la bondad humana y a las virtudes del progreso y con una entusiasta entrega a su vocación científica.

Su visión de la vida era serena y clara. Carente de ambiciones políticas (rechazó el Ministerio de Fomento cuando se le ofreció en 1918), llevó una existencia tranquila y recogida, que le permitió entregarse a su ingente labor con el íntimo regocijo del que desea proporcionar un nuevo beneficio al mundo. Como auténtico corazón de la inteligencia artificial, fue consciente de que su valor último depende del fin perseguido con ella: utilizados adecuadamente, sus productos pueden ser -como recursos al servicio del bienestar material y espiritual de todos- nobles aliados de una humanidad siempre en camino.

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