Demasiado cambio para los chicos

Los chicos amaron las pantallas; no sólo como distractores sino como refugios donde esconderse de algunas realidades y también de algunos adultos.

Para intentar comprender las conductas infantiles y adolescentes que cada día alteran la convivencia general, es necesario recordar (recordar: volver a pasar por el corazón) algunos de los profundos cambios que se produjeron en las familias en las últimas décadas.


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Tal vez el cambio más notable, pero menos conocido, es la reducción del número de hijos registrada entre la década de 1920 –cuando la cifra rondaba los 12 hijos por mujer– y la actual, de 1,8.

Este ajuste demográfico fue suficiente para transformar una crianza de tipo “tribal” en “individual”, con consecuencias palpables: una inédita “soledad” fraternal y una injusta concentración de expectativas de los progenitores con sus hijos (casi) únicos.

El siguiente cambio fue marcado por la incorporación de las mujeres al circuito laboral fuera del hogar. Pese a que el fenómeno, íntimamente ligado a las conquistas sociales por la igualdad de género, conmovió las bases de la familia, medio siglo después continúa el reclamo a las mujeres de ser principales gestoras de la crianza.

Las horas de trabajo significaron ausencia del hogar para ambos sexos, lo que generó “tercerizar” la educación infantil.

Se reconoce en este uno de los principales impulsos para que la jornada escolar fuera extendida: la ausencia de padres y madres hiperocupados.

Lógicamente, los chicos también se ausentaron.

El “síndrome de las casas vacías” no es sino el producto de las largas jornadas –laborales y escolares– de quienes comparten techo por escasas horas, la mayoría para intentar dormir.

Con casas vacías y desplazamientos continuos entre actividades, el ritmo de vida se aceleró. Fue entonces cuando irrumpió el uso masivo de la tecnología digital, brillante recurso que permitiría cubrir los vacíos creados por el apuro, la ansiedad y la necesidad impostada de distracción perpetua.

Los chicos amaron las pantallas; no sólo como distractores, sino como refugios donde esconderse de algunas realidades y también de algunos adultos.

En poco tiempo, lo digital amenazó con desplazar el conocimiento. En algunas situaciones, lo logró. Hoy, para muchos alumnos, Google sabe más que una buena maestra, Wikipedia brinda más información que cualquier padre o madre, y Tik-Tok divierte más que una conversación de sobremesa.

Con menos hermanos que marcaran límites de convivencia, con menos presencia de adultos con autoridad y con una distracción adictiva, una multitud de chicos y chicas vieron a su familia reconvertirse en una organización de individuos colmados de actividades y sobreadaptados a encontrarse, de tanto en tanto, en algún cruce casual.

Fue entonces cuando llegó la pandemia: un freno súbito al ritmo conseguido.

Al inicio, se requirió de una cuota extra de tolerancia para convivir cada hora de cada día, sin la posibilidad de escape a las actividades presenciales. No había costumbre de quedarse quieto, de pausar. Fueron dos años de confusión, que terminaron de borrar el ya poco identificable límite entre el mundo adulto y el infantil.

El paisaje actual muestra la perplejidad de chicos y chicas por no saber cuál es su rol; o, en realidad, lo que se espera de ellos.

Tantos cambios ocurridos en apenas un siglo parecen excesivos para quienes siguen esperando ser criados.

Mientras se acomodan los escombros de la pandemia y se recupera alguna certeza, urge contar con adultos nobles; esos que no transmiten violencia, egoísmo ni intolerancia.

Los chicos claman, con su voz o con sus síntomas, por un nuevo orden social en paz. Escuchemos.

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