Neuromarketing: La mente humana, más precisa y rápida tras su evolución

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Hace un par de años, Kingson Man, investigador en la Universidad del Sur de California, trabajaba con su compañero de departamento, el célebre neurocientífico portugués António Damásio (Premio Príncipe de Asturias en 2005) en un artículo científico sobre cómo su disciplina podría ayudar a mejorar la robótica. Más concretamente, la pregunta era por qué los productos de la inteligencia artificial no eran más inteligentes.

Absorto en estos pensamientos, Man salió a pasear con su perra Mocha, un cruce de ‘golden retriever’ y caniche, por el parque. Se fijó en cómo su mascota era cuidadosa a la hora de tratar con otros perros potencialmente peligrosos o buscar agua que beber en los días calurosos. De repente, al doblar una esquina, se acordó de su aspiradora Roomba y cómo a menudo se quedaba atascada entre dos sillas o se caía por las escaleras. Al robot le daba exactamente igual porque estaba recubierto por una armadura de plástico. «Entonces se me ocurrió: quizá la vulnerabilidad es exactamente lo que le falta a la inteligencia artificial», dijo Man al ‘Boston Globe’.


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De esta revelación surgió un estudio firmado a medias con Damásio y publicado en ‘Nature Machine Intelligence’ donde aplican a este problema muchos de los descubrimientos seminales que el científico portugués ha hecho en los estudios del cerebro. Por ejemplo, que la consciencia es un fenómeno físico que nace de la interacción entre nuestro cuerpo y nuestro sistema nervioso. Esto ha dado lugar a los sentidos y, con ellos, a la mente humana. Por eso la inteligencia artificial tiene unos límites que la alejan de la consciencia y, por eso, esas ensoñaciones transhumanistas de transferir el cerebro a una nube incorpórea significarían la muerte de la mente.

Aunque Damásio siempre ha prestado mucha atención a la divulgación científica de sus hallazgos, las cerca de 500 páginas de ‘En busca de Spinoza’ o ‘El error de Descartes’ han resultado abrumadoras para mucha gente interesada en estos temas. Ahora, ha intentado remediar precisamente eso con un volumen conciso, titulado ‘Sentir y saber’ (Destino, 2021) y que funciona como una especie de enciclopedia damasiana, un glosario no de términos sino de ideas: cómo se forman las imágenes mentales, qué diferencia hay entre sentir y ser consciente o por qué incluso seres que no deberían tenerla, como las bacterias, demuestran tener inteligencia.

El profesor, a sus 77 años, charla con El Confidencial mediante un Zoom entre Madrid y California.

PREGUNTA. En el libro usted trata el tema de cómo la mente aparece en el ser humano y dice que la mente es una consecuencia de los «mapas, imágenes y patrones». ¿Es posible que esos primeros humanos no tuvieran una mente como tal, o la tuvieran medio formada pero no completa?

RESPUESTA. No tengo respuesta a eso. Honestamente, no lo sabemos. Puedes lanzar hipótesis para esos 300.000 años de evolución humana. No sabemos cómo eran sus mentes, pero sabemos que tenían algo más que sentimientos básicos, había sentidos, pero también un sistema visual y de representación. Hemos heredado eso de muchos otros animales, si usted observa a los mamíferos que vinieron antes que nosotros, incluso aves o peces, hay muchos patrones cerebrales que se repiten en el ser humano. Pero, sin duda, debe haber habido un periodo en el que tuvieron más sentidos que otra cosa, después llegarían una visión o una capacidad auditiva muy primarias. La mente sería extremadamente simple, incluso para esos primeros humanos, y a partir de ahí todo evolucionó.

P. ¿A qué se refiere cuando habla de mapas en ese contexto? ¿Mapas mentales?

R. Para tener una mente hay que tener mapas. Cuando yo le observo, mi retina y la corteza visual de mi cerebro están creando mapas de muchas cosas: colores, formas… Esas cosas son compartidas por el resto de humanos, la estructura de su cara que obtengo al mirarle es similar a la que usted obtiene de la mía. Cuando lo pone todo junto en el córtex cerebral, este crea esos puntos, es literalmente un mapa, como poner chinchetas en el plano de Madrid o Barcelona. A partir de ahí, usted tiene la posibilidad de crear patrones y enriquecer las cosas. Así es como lo hacemos, creamos mapas y patrones. También para escuchar. Cuando usted escucha mi voz, en primer lugar, crea patrones auditivos para el lenguaje; las frases que yo digo en inglés su cerebro las convierte en conceptos no-lingüísticos. Yo hago una traducción de mis pensamientos al lenguaje inglés y usted hace una traducción del lenguaje inglés a sus pensamientos y, con suerte, los pensamientos que yo emito y los que usted interpreta serán aproximadamente coincidentes.

Es una cosa bellísima e increíblemente compleja, los sentidos son una cosa más simple, porque proceden de una interacción de tu cuerpo y tu sistema nervioso y básicamente se relacionan con estar bien o mal en relación con el estado de la vida en nuestro organismo.

P. Entonces, nuestra mente no es idéntica a la de aquellos humanos de hace miles de años. ¿Sigue evolucionando, cómo cree que será en el futuro?

R. Creo que nuestras mentes se están haciendo más rápidas y precisas, pero nos enfrentamos a muchos problemas: el primero es la supervivencia, hay muchas cosas pasando a nuestro alrededor, por ejemplo todo lo de las redes sociales está fuera de control, o el cambio climático. También nos enfrentamos a otros peligros en la posibilidad de una epidemia, etcétera. Lo primero que tenemos que hacer es sobrevivir, y luego tenemos otro tema que tiene que ver con la inteligencia artificial. Esta se está volviendo más y más autónoma, más y más precisa… ¡Incluso pese a no tener sentimientos!

P. Una idea que me gustó mucho, de todas las que aparecen en ‘Sentir y saber’, es que, cuando haces una teoría de la mente, no puedes prescindir del sistema nervioso, pero del mismo modo no se puede hacer una teoría que solo tenga en cuenta las reacciones biológicas de nuestro cerebro. ¿No pasa esto un poco con el desarrollo de muchas formas de inteligencia artificial, que se imitan ciertos patrones cerebrales, pero sin un cerebro?

R. En efecto, lo que está pasando con la inteligencia artificial es que solo toma la parte cognitiva: las imágenes, los procesos de pensamiento para crear máquinas que sean capaces de hacer razonamientos, de almacenar memoria y realizar un montón de operaciones y cálculos. Nuestro caso es diferente, porque estamos en una continua interacción con un organismo viviente y de ahí surgen cosas muy interesantes. Una es que el sistema nervioso está dentro del cuerpo, yo estoy mirándole a usted e interactuamos a un nivel social y lingüístico, pero no puedo interactuar con usted físicamente, igual que tampoco puedo hacerlo con mi ordenador.

Sin embargo, cuando estoy hambriento o sediento, mi cuerpo nota que no tiene suficientes calorías o la suficiente hidratación y se lo comunica inmediatamente al sistema nervioso, porque ambos actúan juntos, el uno y el otro. Siempre repito que lo que entendemos como consciencia no es el producto de un sistema nervioso: es el producto de un sistema nervioso contenido dentro de un cuerpo viviente. La mayor parte de la gente no piensa de esta forma, de toda la vida hemos oído que estudiando el cerebro obtendremos la solución al problema de ‘de dónde viene la consciencia o la mente’: yo digo que eso no es cierto, es una falsa impresión. No significa que no necesitemos al cerebro, pero la fuente de nuestra consciencia es esa interacción entre el sistema nervioso y el cuerpo.

P. En ese estudio de hace dos años, con el ejemplo del perro y la Roomba, se planteaban precisamente cómo afecta a la inteligencia artificial la falta de sensaciones o sentidos en los robots.

R. No pueden sentir nada, por lo que no reciben esa advertencia para no hacer algo. Usted y yo sí que las recibimos, cuando nos duelen los dientes estamos recibiendo una señal que nos dice que tenemos que ir al dentista.

P. O esos temibles perros robóticos de Boston Dynamics, están equipados para detectar la temperatura, localizar objetos lejanos en movimiento…, pero nunca se detendrán y dirán ‘qué estoy haciendo con mi vida’.

R. Exacto, ahí lo ha dicho usted: «Con mi vida». Un robot no tiene una vida. No pueden estar felices o infelices sobre algo, porque carecen de ese equilibrio. Los sentimientos siempre van de algo bueno o malo; puede ser felicidad o puede ser dolor, es bueno, malo o en el medio, pero siempre hay una modulación, es como la música.

P. ¿Pero cree que esto supone un problema para los límites de la inteligencia artificial o le deja más tranquilo?

R. Esta es, de hecho, una razón para plantearse la posibilidad de introducir algo como un sentimiento que haga que las entidades con inteligencia artificial… se preocupen o, más que preocuparse, que tengan alguna función donde se les introduzcan también los problemas de la humanidad. Eso sería buena idea. Entre medias, nosotros vamos a ser más rápidos, quiero decir, la inteligencia de un niño de dos años ahora es mayor que la de un niño de dos años hace 100 años. De muchas formas nos estamos volviendo más inteligentes y rápidos, y eso en cierto modo tiene que ver con nuestro entorno, que nos obliga a hacer las cosas así.

P. ¿Le preocupa que estemos, digamos, externalizando parte de nuestra capacidad cerebral en máquinas y aplicaciones?

R. Sí, de alguna forma, aunque me gustaría hacer más rápido ciertas conexiones… Por ejemplo, el otro día tuve que usar un ordenador, con un navegador distinto, estando acostumbrado a mi tableta y no encontraba nada… Me gusta ser como soy.

P. En el libro trata mucho el asunto de la ‘inteligencia’ de los virus y cómo, pese a no estar vivos, tratan de replicarse. Supongo que habrá pensado a menudo en esta pandemia como una lucha entre esta inteligencia primitiva del SARS-CoV-2 para infectar y la de los humanos para combatir el virus y acabar con él.

R. Sí, es una forma de verlo. Como explico en el libro, los virus realmente no están vivos, están en una situación intermedia en la que tienes un montón de material genético, ácidos nucleicos que, pese a que no están vivos, hay una clase de intención ahí que es obvia. Y la intención se explica en que es la única manera en la que pueden mantenerse, nos necesitan para continuar su —entre muchas comillas— existencia.

Es muy interesante diferenciar entre organismos muy simples como virus y bacterias: esas sí están vivas; aunque muchas no tengan un núcleo, tienen un cuerpo y, además, poseen esta ‘inteligencia encubierta’ de la que hablo y creo que es la cosa más importante en este libro: comprender que a lo largo de la evolución hubo formas de previda como los virus —que, aunque pueden hacernos mucho daño, siguen sin estar vivos— a organismos como las bacterias, que sí están vivos, tienen homeostasis y una inteligencia que ellas mismas desconocen.

Las bacterias, incluso en sus formas más simples, como las que hay en las plantas, están haciendo cosas inteligentes, pero de forma cubierta, implícita, no tienen medios para representar en sus mentes lo que está pasando en sus vidas.

P. La siguiente etapa llega con la capacidad de sentir.

R. La aparición del sentimiento es el personaje protagonista de mi libro. La capacidad de sentir supone una explosión absoluta en la historia de la vida: otorga de repente a los organismos la posibilidad de saber sobre ellos mismos, los primeros organismos con la capacidad de sentir lo hicieron en forma de una necesidad básica: sed, hambre, dolor, bienestar… Estos son sentimientos fundamentales que nos están diciendo algo muy importante y nos permiten actuar de forma consciente, porque los sentimientos, para empezar, son conscientes.

La parte más importante es que la gente comprenda que la consciencia no surge de los más elevados desarrollos de nuestro sistema nervioso, ni surge con el razonamiento, la visión o el lenguaje. No es así como funciona. La consciencia brotó en la historia de la evolución a través de los sentidos, a través de esos procesos fundamentales. Sentir es una especie de inauguración, porque a partir de ahí pasamos de tener solo inteligencias encubiertas a inteligencias abiertas que te indican lo que hacer.

P. Este libro es un poco como un diccionario, ¿era su idea hacer algo pragmático, más de consulta que de lectura lineal?

R. Absolutamente, esa era mi intención. Quería que la gente tuviera una forma concisa de abordar estos temas. Podría estar una hora sin parar hablando todo lo que creo y sé de los sentimientos, pero quería evitar eso, y es algo muy difícil de hacer porque son asuntos complicados, no es como explicar la trayectoria de un vagón de metro en la ciudad, que empieza y acaba una línea deteniéndose a lo largo del camino. No, esto es difícil porque aquí uno tiene que ser capaz de imaginar cosas para poder entenderlas. Por ejemplo, cuando digo que los sentimientos resultan de la interacción entre el cuerpo y el sistema nervioso, hay que imaginárselo y es difícil.

Por eso quería hacerlo de esta forma, a través de definiciones donde el lector pueda navegar por estos procesos y distinguir, por ejemplo, la mente de la consciencia. Darles una idea de que son cosas distintas y de dónde viene cada una dentro del cerebro. Esto es interesante porque no proceden de la cima de la corteza cerebral, sino que tienen unos orígenes más humildes: la interacción de un nervio que se inserta en la carne, en la piel o en los músculos. Quería darle al lector todo este conocimiento sin tener que castigarle con 400 páginas.

P. Sin duda, está escrito de forma comprensible, el problema son los términos que usa: ‘inteligencia’, ‘mente’, ‘consciencia’, ‘sentidos’, ‘sentimientos’… se superponen a menudo y puede resultar confuso. ¿Siente que es más sencillo hablar de todo esto con otro neurocientífico, con el que puede ser preciso con los términos, que traducirlo al público en forma de divulgación?

R. Es extremadamente difícil. El lenguaje tiende a ser confuso al describir esas cosas. Por ejemplo, ‘sentir’. Si una bacteria siente algo, no quiere decir que sea consciente de ello. Puede estar en una zona donde la temperatura sea demasiado alta y su inteligencia encubierta ordene a la bacteria que se mueva hacia un sitio que sea menos nocivo para ella. Esta propiedad no es consciencia, no es un sentimiento, es ‘sentir’ pero con el sentido de ‘detectar’. Pero, si usted y yo estuviéramos en una habitación donde la temperatura es demasiado elevada, sentiríamos —es decir, seríamos conscientes del hecho de que en la habitación hace mucho calor y vamos a hacer algo al respecto— y eso es otra jugada.

Cuando hablamos de la mente, siempre lo hacemos a través de imágenes. Mientras hablamos, usted está en mi pantalla y yo estoy en la suya, estas son imágenes visuales, pero, al mismo tiempo, podemos hablar, y eso son imágenes auditivas. Todas estas imágenes que estamos produciendo del mundo que nos rodea están en nuestras mentes, pero para ser conscientes tienen que estar conectadas a los sentidos. Por tanto, ‘consciencia’, ‘mente’, ‘sentidos’ y ‘detección’ son cosas distintas.

P. De hecho, en su libro menciona la existencia de varias ‘inteligencias’ diferentes (explícita, recóndita, basada en procesos químicos o pautas neurales…) y todas bajo el mismo nombre, ¿no tendría más sentido para los neurocientíficos renombrarlo todo desde el principio para ser más precisos?

R. Es cierto, pero no tenemos ese privilegio. Estamos constantemente afectados por nuestro pasado, cuando las cosas se desarrollaron de una cierta forma. El otro día estuve leyendo algo escrito por uno de mis mentores, Warren McCulloch, que fue uno de los grandes pioneros de lo que hoy llamamos inteligencia artificial. Por aquel entonces eran sistemas de ingeniería para los primeros ordenadores del MIT. Y el lenguaje que utilizaba, los términos que usaba están totalmente emborronados por lo que pasó después. Era una época en la que no existía algo llamado neurociencia por ejemplo, era neurología y psiquiatría. Luego llegó la neurociencia y este campo fue descompuesto en múltiples subcampos, cada uno genera sus términos y todo esto es dificilísimo de gestionar. Cuando quieres contarle a la gente tus ideas, tienes que dar muchísimas explicaciones para que te entiendan y no confundan las cosas.

Antes hemos hablado de inteligencia en bacterias, a esto algunos responden ‘oh, por tanto, son conscientes’. ¡No, no, no, no son conscientes! Lleva mucho tiempo y esfuerzo explicar que una criatura puede ser inteligente sin saber que lo es. Nosotros, en cambio, tenemos todas las inteligencias y tenemos la consciencia: sabemos que eso nos está pasando a nosotros.

P. ¿Esa inteligencia primitiva que usted menciona no sería lo que llamamos instinto?

R. El instinto está en el lado encubierto. El instinto nos empuja en una cierta dirección. Por ejemplo, la atracción sexual es instintiva, no podemos controlarla a través de la consciencia. No es algo que tú hayas decidido, es algo que se ha decidido para ti a través del instinto. Es un buen ejemplo de este tipo de procesos encubiertos.

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