¿La memoria de los jóvenes está de mal en peor?

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La memoria humana no es solo frágil, también profundamente maleable. Así lo sostenía, al menos, el neurólogo inglés Oliver Sacks en El río de la conciencia. Esta afirmación tiene profundas implicaciones: nuestra tierna materia gris es arcilla y vasija; sólida en su anclaje y, a la vez, delicada como una pieza de orfebrería. Así, la maleabilidad de nuestros recuerdos ofrece la posibilidad de modificar la memoria a nuestro antojo con ideas e imágenes recientes, abriendo paso a cualquier anacronismo. La importancia de las imágenes que se esconden tras nuestros ojos es esencial: a través de ellas nos definimos poco a poco. Pero ¿y si un día, simplemente, nuestra memoria se desplomase?

Este es un problema peculiar que parece cobrar protagonismo en las nuevas generaciones, víctimas (cada vez más) de problemas de memoria. Los millennials y la generación Z se caracterizan, en gran medida, por las cicatrices emocionales que han quedado marcadas a causa de su precaria salud mental. Según el último informe de El estado mundial de la infancia, elaborado por Unicef en 2019, un 20,8% de los adolescentes españoles (en el estudio, personas de entre 10 y 19 años) padecen de problemas de salud mental: es el porcentaje más elevado del continente, con cuatro puntos más que la media europea.


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La mitad de los problemas de salud mental pertenecen, además, al trastorno de ansiedad y la depresión, que copan el 54,8% del porcentaje total. Todo ello se suma (y relaciona), a su vez, a los efluvios tóxicos de la economía, prácticamente constantes desde 2008: según datos de la OCDE, contando el valor monetario y la inflación, los salarios anuales medios en 2020 son inferiores a los del año 2000. Mientras tanto, el mercado inmobiliario, en el caso del alquiler, llega a devorar el 50% del sueldo en lugares como la Comunidad de Madrid (en el territorio nacional, a su vez, la media alcanza el 41%). El último informe del Consejo de la Juventud de España cifra el salario medio de las personas jóvenes con empleo en España en 973 euros al mes.

Nada es casual: la tasa de emancipación señala cómo los jóvenes españoles se emancipan de sus viviendas familiares casi a los 30 años. Una y otra vez ven cercenadas cualquier posibilidad de futuro y, con ello, potenciales expectativas. ¿Es posible vivir hoy más allá de la inmediatez? La ausencia de cambios esenciales en el sistema, así como la imposibilidad de cualquier alternativa, es lo que se conoce como «realismo capitalista».

Memoria y capital: ¿quiénes somos?

«En la actualidad, ciertos grupos de jóvenes pueden estar experimentando el desencanto del realismo capitalista al asumir que no hay alternativa posible a su situación. Esto puede llevar a lo que en psicología se conoce con el nombre de indefensión aprendida: si por mucho que te esfuerces no logras recompensa alguna, acaban por aparecer cuadros de ansiedad y depresión. Estos trastornos se asocian frecuentemente a problemas cognitivos con el lenguaje y la memoria», explica Carles Soriano-Mas, especialista en neuropsicología e investigador del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge. «El hecho de creer que no hay alternativa puede conllevar una disonancia cognitiva por la falta de coherencia entre sus ideales y las acciones que se pueden llevar a cabo. Desde un punto de vista psicobiológico, la memoria es un proceso maleable: cada vez que recordamos algo, lo estamos modificando; podemos aprovechar esto tanto para justificar acciones pasadas como para olvidar aquellos recuerdos más incómodos».

No obstante, y aunque es seguro que las neuronas de los más jóvenes sigan siendo tan capaces de hacer su labor como las de las generaciones pasadas, una cuantificación concreta del efecto en la memoria es difícil de llevar a cabo: toda medida usada para evaluar esta clase de procesos estará influenciada siempre por los usos y costumbres de una sociedad particular. Los procesos neuronales, así, continúan siendo los mismos, pero ¿y el objeto de la memoria sobre el que los centramos? «La frecuencia de exposición a entornos virtuales, su similitud e integración con los entornos reales son difícilmente comparables con cualquier época anterior», arguye el investigador.

«Nuestro sistema cognitivo tiene una capacidad limitada. Cuando estamos ante una tarea –ya sea elegir un tipo de leche vegetal o recordar de qué conocemos a la persona que nos acabamos de cruzar– nos hallamos, en realidad, frente a una operación mental que consume nuestra atención y recursos cognitivos. Esos recursos son limitados», defiende Modesta Pousada Fernández, directora del programa de psicología en la Universitat Oberta de Catalunya. Y añade: «La constante exposición a estímulos de todo tipo exige también una tarea de constante inhibición: la selección de aquella parte de los estímulos que consideramos importantes implica a la vez eliminar e ignorar lo que no es relevante para nosotros. Cuanto mayor sea el nivel de ruido, mayor será el esfuerzo cognitivo».

La posibilidad de escuchar entre el ruido

El fenómeno que detalla Pousada se observa con especial facilidad en los reinos digitales, de donde proceden las nuevas generaciones: allí, nuestra memoria parece estar siendo mordisqueada, poco a poco, por los efectos de internet y la rápida velocidad en que vivimos. Según el trabajo de algunos investigadores, el multitasking (o uso simultáneo de diferentes medios como la televisión, el móvil o los ordenadores) empeora la capacidad para seleccionar –y absorber– la información relevante. Tal como explica Pousada, «una menor concentración y una mayor distracción empeoran claramente la memoria», algo que se relaciona inevitablemente con «un tiempo acelerado en el que las noticias y los descubrimientos se suceden vertiginosamente».

Un ejemplo de ello es la interferencia, «la principal fuente de olvido a nivel individual: el hecho de alterar un aprendizaje con otras informaciones que hayamos adquirido». Recalca la profesora que «para recuperar una información de nuestra memoria se necesita tiempo y esfuerzo», y se hace fácil que en la avalancha de información digital esta quede «distorsionada». El aumento de información y su fragmentación conllevan, así, un menor tiempo de atención colectiva. Todo parece cada vez más difuso: la rapidez del desplazamiento lo emborrona.

Internet, tal como defiende Pousada, «ha cambiado cómo buscamos, usamos y guardamos la información, lo que puede tener consecuencias a largo plazo en nuestra cognición». Otros investigadores hablan de «amnesia digital»: nuestros cerebros pierden rápidamente la habilidad de recordar al confiar cada vez más en la tecnología para retener la información. Algo similar sostiene Soriano-Mas al afirmar que «un hecho diferencial de nuestra época es la rapidez con la que podemos conseguir las cosas no tiene precedentes en la historia de la humanidad, lo que puede estar afectando de alguna manera nuestros procesos cognitivos». El vértigo nos deforma: «La gran cantidad de refuerzos inmediatos que obtenemos en redes sociales, como los likes, hacen que las conductas adapten las formas de hábitos que, en este caso, están dirigido a objetivos a corto plazo, dando lugar a conductas impulsivas y poco reflexivas», explica Soriano-Mas.

No parece ya posible vivir en un ritmo flemático, pues se desvanece en un mundo empujado hacia la velocidad digital, algo cada vez más evidente tras el impacto de la pandemia. Y aún así, la pausa y la reflexión continúan constituyendo experiencias fundamentales para el desarrollo estable de una persona. Según el investigador, «recordaremos siempre mejor aquellos acontecimientos sobre los que hayamos podido reflexionar con calma que los que han formado parte de una rápida sucesión de hechos que nos impresionaron tan solo en un corto periodo de tiempo». ¿Necesitamos, entonces, una digestión lenta de todos los sucesos que nos atañen?

Hace escasos meses, Apple lanzó un nuevo producto al mercado: un llavero que indica la ubicación concreta de mochilas, llaves y cualquier otro objeto personal. Este dispositivo evidencia que ya ni siquiera necesitamos recordar qué hemos hecho con los objetos que usamos a diario. Un rol similar cumplen las fotografías tomadas con nuestros teléfonos móviles, las cuales usamos para poder recordar. En cierto modo, ellas descubren la totalidad del problema: están disponibles para nosotros hasta que, de pronto, un día es posible descubrir que ya no están; que, de alguna manera, alguien –o algo– las ha borrado. Pero como defiende Pousada, «nuestro pasado no es desechable: es lo que nos construye».

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