Si el consumo no da la felicidad, ¿por qué no paramos de comprar?

Según pública ethic:

La sabiduría popular no para de repetir que comprar no nos hará más felices, pero si ya lo sabemos y, además, somos conscientes de lo malo que es para el medio ambiente, ¿qué hace que no seamos capaces de salir de esa dinámica?


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En la lista de cosas que se repiten en los artículos sobre cómo reducir la huella, siempre se acaba hablando del consumo. Consumir menos baja el impacto que se tiene en el planeta y, por lo tanto, saber qué se necesita y ajustarse a ello –así como optar por formas alternativas de consumo, como la economía circular– lleva a un comportamiento más virtuoso. Sin embargo, no importa lo mucho que se intente interiorizar esa necesidad: la población no es capaz de dejar de comprar. Puede que el consumo no dé la felicidad, pero se acerca a ello (o al menos así se siente en determinados momentos), y optar por esa austeridad, por mucho que se conozcan sus bondades, se hace cuesta arriba.

Incluso la economía y las fluctuaciones inflacionarias no son capaces de frenar por completo los patrones de consumo: por muchos cambios que se hayan hecho en la cesta de la compra, la última campaña de Navidad demuestra que el poder emocional de ir de compras es muy elevado. En el estudio que en diciembre publicaba Ipsos sobre las tendencias en el mercado español, el estrés convivía con el entusiasmo. Dentro del documento, un tercio de los españoles aseguraba que ese año estaban más entusiasmados por las fiestas que en el precedente, y aunque la mitad reconocía su preocupación por los precios, la mitad de los encuestados también aseguraba que iba a mantener su presupuesto. Lo que es más: un 20% iba a subirlo. No se iba a escatimar en los regalos.

En cierto modo, esta reticencia a reducir el gasto en las fiestas se explica por su propia naturaleza –un período de consumo familiar en el que se compra para los demás– pero también por la relación tan estrecha que se tiene con el consumo. Consumir es, en nuestra sociedad, parte de la experiencia humana, casi parte de quienes somos.

Un estudio descubrió que comprar cosas materiales sí hace feliz a las personas que vienen de entornos más desfavorecidos

Incluso existe un concepto, el de las lovemarks, acuñado por el publicista Kevin Roberts, que apela a eso. «Todo el mundo, en todas partes, está deseando vivir emociones», escribe en el libro que les ha dedicado. Las lovemarks son aquellas marcas comerciales que el consumidor quiere, con las que establece vínculos tan cercanos que las siente próximas. Con ellas no estás comprando productos: estás viviendo experiencias emocionales (o siguiendo tu estilo de vida).

Además, a veces el consumo es el parche que se emplea como alternativa para lidiar con los problemas del mundo o con los propios. La retail therapy no es una novedad, sino que ha sido material para la cultura popular –y las vivencias humanas– desde hace décadas, por mucho que después del frenesí de consumo llegue el arrepentimiento por haber comprado tanto.

Esa idea de irse de compras para animarse subió incluso en tiempos pandémicos: se ha llegado a hablar de un crecimiento del «gasto emocional», en el que los compradores se refugiaban en las compras –las ventas e-commerce se dispararon y no solo porque las tiendas físicas estuviesen cerradas– buscando un cierto confort y la dopamina que libera meter algo en el carrito. Los analistas acuñaron también el término revenge spending para capturar el frenesí consumista del verano de 2021: tras un año espantoso, los consumidores se lanzaban entonces a una orgía de gasto.

¿Consumo y felicidad?

La sabiduría tradicional afirma que ambas no están relacionadas, pero la ciencia añade unas cuantas puntualizaciones a la afirmación: por ejemplo, un estudio demostraba hace unos cuantos años que las compras que están en sintonía con la propia personalidad suelen incrementar la felicidad. De este modo, si se es entusiasta de la lectura, será lo que se sienta cuando se sale de la librería con una pila de nuevos libros y no habrá remordimiento al llegar a casa. Otros cuantos han demostrado que, si bien existe un «arrepentimiento del comprador» en cuanto a los objetos, las experiencias –por mucho que sean consumo igualmente– logran una felicidad más sostenida en el tiempo.

Igualmente, también existen matices vinculados a quiénes somos y de dónde venimos. Un estudio de varias universidades estadounidenses descubrió que comprar cosas materiales sí hace feliz a las personas que vienen de entornos más desfavorecidos. «La gente de clase social más elevada tiene recursos abundantes, lo que significa que pueden centrarse más en el crecimiento interno y del desarrollo personal», explicaba Wendy Wood, una de las responsables de la investigación. Es decir: cuando ya tienes de todo, ese consumo no te da la felicidad porque no es algo nuevo o algo que querías y no tenías, como ocurre para quienes provienen de entornos con menos poder adquisitivo.

Finalmente, también se puede matizar qué supone el gasto en el cómputo final de la propia existencia. Fue lo que los millennials intentaron explicar año tras año cuando se les echaba en cara su consumo de tostas de aguacate; un capricho demasiado caro, decían las generaciones de más edad. No obstante, en un entorno en el que los marcadores vitales son demasiado caros –como, por ejemplo, acceder a una casa propia– y la inestabilidad muy elevada, esa pequeña indulgencia puede ser lo que ayude a sobrellevar mejor las cosas. Puede ser, en definitiva, un pequeño golpe de felicidad, por muy efímera que resulte.

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