La increíble vida del CEO de IKEA España

Nurettin Acar, nuevo CEO de la firma sueca en España, nació en una tribu trashumante, vendió alfombras en Turquía y probó la política en Suiza antes de triunfar como ejecutivo

En las montañas del este de Turquía que hacen frontera con Irán e Irak, las tribus nómadas kurdas se desplazan buscando los mejores campos para que sus animales pasten durante el verano. Varias veces al año establecen sus tiendas de campaña de lana de cabra en las cimas de 3.000 metros de altitud, mientras siguen el ritual de elaborar y guardar los alimentos que bajarán a sus refugios de invierno al acabar la temporada. En el seno de una de estas comunidades trashumantes, conformada por unas decenas de familias, nació Nurettin Acar, cuyo nombramiento como CEO (chief executive officer) de IKEA en España se hará oficial mañana.

Él no sabe su fecha exacta de nacimiento pero calcula que debe tener ahora 50 años. Sus padres no sabían leer ni escribir y el registro civil lo hacía de memoria algún conocido que bajaba a uno de los pueblos. «Mi primer recuerdo es la unión con la naturaleza, que se ha quedado conmigo para siempre», afirma Acar, establecido en Madrid desde hace dos años. «Nuestros juguetes eran raíces y piedras. Vivíamos en una ladera, con las tiendas y nuestros animales. Caballos, cabras, ovejas y vacas. Visto desde fuera parece una infancia pobre, porque no teníamos muchas cosas, pero para mí fue un privilegio».


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Conocidos por su feroz resistencia contra los terroristas del Daesh, sobre todo por sus milicias femeninas ‘peshmerga’, el pueblo kurdo está conformado por unas 40 millones de personas en un área, el Kurdistán, repartida entre cuatro países. No gozan de autonomía política, a pesar de su antigua historia y rica cultura. En la tribu nómada de Nurettin Acar, la economía de subsistencia se basaba en el trueque y la solidaridad. «Nevaba mucho, podía haber avalanchas», recuerda Acar. «Si algo pasaba, todos ayudaban y cada familia te podía dar dos ovejas, por ejemplo. Igual cuando alguien se casaba. La pareja no tenía nada para empezar, y la comunidad les daba un rebaño. Todos nosotros nos sentíamos fuertes por ese apoyo. Crecí en un ambiente fabuloso».

Con sus padres y sus ocho hermanos, «una familia nómada normal», el pequeño Nurettin de unos seis o siete años, se mudó a Van, un poblado de «tres calles muy humildes y cultura similar a la nuestra», para recibir educación. En 1976 empezó el colegio por empeño de su padre, relata. Vivieron en una «casa grande con otras cuatro familias, cada una en una habitación. No traíamos nada de la vida nómada, todo lo hacíamos nosotros: alfombras, mantas, comida…». Unos años después, el padre quiso darle un oficio. «Me llevó a una tienda de alfombras y habló con el dueño: quiero que mi hijo aprenda a vender. Yo empecé limpiando y trataba de entender lo que pasaba a mi alrededor», expresa Acar, de grandes ojos, hablar pausado, cuerpo de baloncestista y aficionado ahora a navegar, salir a correr, nadar y leer.

En esa pequeña tienda, «ocurrió algo mágico», dice Acar. «Había gente que venía a mi tienda y hablaba otra lengua. Yo no sabía qué eran los idiomas, aunque hablaba turco y kurdo. Un día entró un guía que hablaba cinco y me pareció la persona más culta del mundo». Al mismo tiempo sucedió un episodio que marcaría su vida. Una tarde, vio al hijo del dueño, que tenía su misma edad, beber «algo negro». Era una Coca-Cola, y le ofreció probarla. «Fue uno de los mejores momentos de mi vida, ¡qué sabor! Podía haber gastado el poco dinero que ganaba en refrescos, pero descubrí mi voluntad de aprender. Decidí gastar mi dinero en cursos de idiomas».

En Ankara, a unos 1.200 kilómetros por carretera, encontró una escuela de cursos por correspondencia. Se apuntó a francés porque «sonaba bien». Por correo postal recibía los materiales y enviaba los exámenes. En año y medio, «yo solo y sin ayuda», dominaba lo esencial y pasó al inglés. «Para mí fue un momento clave en mi vida. Darme cuenta que si quería algo, tenía que sacrificarme». A los 17 años, siempre según su estimación aproximada de edad, se convirtió en vendedor de la tienda. «Los clientes nos mandaban fotos de sus casas con las alfombras que habían comprado. Se les veía sonrientes y contaban lo felices que eran en sus hogares. Me enamoré de la venta al por menor».

La Guerra del Golfo

Con la década de los noventa comenzó la Guerra del Golfo. Saddan Hussein, dictador de Irak, invadió Kuwait y unos meses después una coalición invadió Irak. Miles de personas se desplazaron hacia Turquía huyendo del conflicto. La única forma segura de llegar hasta allí, para las organizaciones humanitarias de Occidente y los periodistas, era por Van, donde muy pocas personas podían hacer de traductores. El joven Acar era uno de ellos.

Arriba, en la tienda en la que trabajó en la ciudad de Van.. Abajo, aspecto exterior de la tienda de alfombras familiar en Antalya.

Acompañó a Médicos sin Fronteras hacia la zona de refugiados, una experiencia que le transformaría, según cuenta con lágrimas en los ojos. «Nunca olvidaré que por conseguir un trozo de pan la gente se pegaba. Era una tragedia que no puedo comparar con ninguna otra. Los niños morían cada día, hacinados con 100.000 personas, sin siquiera un campamento instalado para ellos. También venían de atravesar campos de minas antipersona. Aprendí muchas cosas allí, como que para ayudar hay que ser fuerte. En conocimiento, mentalidad y economía. Entendí que el sentido de la vida es ofrecer tu ayuda. Todo lo que vi fue demasiado duro. No lo puedo olvidar. Ahora, por ejemplo, cuando oigo las noticias sobre Afganistán, me planteo qué puedo hacer para ayudar y cuál es nuestra responsabilidad como compañía, cómo podemos contribuir a la solución».

A partir de entonces, «la zona se volvió muy inestable», prosigue Acar durante la entrevista, celebrada en las oficinas de Ikea en San Sebastián de los Reyes (Madrid), donde nadie, ni siquiera él, tiene despacho y trabajan juntos en mesas y sofás que parecen estar de exhibición en la tienda.

«Mi padre dijo entonces: vámonos a donde están los turistas, a venderles alfombras». Se refería a la ciudad costera de Antalya, a unos 1.500 kilómetros de Van. «Era un visionario, aprendí muchísimo de él», relata Acar. «Yo le advertí que no teníamos dinero ni siquiera para el autobús y me respondió: ‘pero tenemos confianza y amor. ¿Cuántas alfombras necesitamos? ¿100, 150? Voy a hablar con los nómadas para que nos las hagan y se las pagamos cuando las vendamos’. Se marchó y regresó con 170 alfombras. Reunimos para el autobús pero no teníamos dónde llegar ni cómo alquilar un local. Yo le advertí a mi padre: ‘allí nadie nos conoce’. Y él me calmó: ‘encontraremos a alguien que confíe en nosotros’».

Emigrar por amor

Como en una variación de la película ‘América, América’ de Elia Kazan, el joven comerciante y su padre nómada emprendieron la travesía. Escucharon un rechazo tras otro, hasta que «un día a alguien le dimos una impresión especial. Bebimos té con él, confió en nosotros y nos ayudó a abrir nuestra tienda en el casco antiguo de Antalya». En esta ciudad de la costa, consolidó su «pasión por el mundo del ‘retail’», dice Acar. El negocio se les «dio bien», aunque sin hacer una fortuna. Crecieron con la compra y venta de alfombras, mientras Acar comenzó a estudiar Literatura en la Universidad de Ankara. Iba y venía en autobús en trayectos de siete horas, una vez a la semana, se quedaba dos días, y volvía a trabajar. «Si no, no ganaba dinero».

Arriba, con toda su familia, reunida en torno a la madre (con pañuelo). Aabajo con su mujer Anna y sus hijos Dara y Liya, en su casa de Madrid.

En aquella tienda conoció a su primera mujer, que provenía de Suiza. Por amor le dejó el negocio a su hermano y emigró a aquel país en 1993. «Es un país precioso pero fue difícil empezar de nuevo», recuerda de sus primeros meses en Wil, en el cantón de Zúrich. «No hablaba alemán, y no tuve trabajo durante meses. No tenía dinero, ni forma de conectar con la sociedad. Encontré un empleo temporal en la construcción. Construíamos casas pero yo no era un obrero cualificado. Me tocaba lo más duro. Tenía las manos agarrotadas al volver a casa y las metía bajo el agua para desentumecerlas». Se matriculó en Económicas y en una escuela de negocios. En pocos años se graduaría en ambas y dominaría cinco idiomas: alemán, turco, inglés, francés y kurdo.

Por entonces vio en un periódico una oferta de empleo. El supermercado Coop buscaba vendedores, le citaron para una entrevista. «Era mi oportunidad». Pero le rechazaron inicialmente. Atribulado, no pudo ocultar su frustración tras tres años como inmigrante. «¿Por qué quieres tanto este trabajo?», le preguntaron. «Llevo las ventas en la sangre, es lo que sé hacer», respondió. «Me concedieron un mes de prueba», rememora. Lo superó y empezó a ascender. Jefe de tienda, luego del departamento de muebles y de alfombras.

En 2001 recibió una llamada de un cazatalentos, que le conocía y que trabajaba para Ikea. Acar encajaba con el perfil encargado. «Yo no buscaba otro trabajo, ni conocía muy bien Ikea», afirma. Acudió a la cita con el gerente de la filial suiza. «Me sentí como si estuviéramos entre amigos. Me llamaron de nuevo, volvimos a hablar y me ofrecieron ser jefe de ventas. Yo les dije: ok, vamos». Empezó en los departamentos de baño, salón y decoración. «Podía aplicar todo lo que había aprendido en mi vida de nómada».

En paralelo entró en política. Se postuló como concejal de Wil y ganó las elecciones. En este parlamento regional (similar a los ayuntamientos españoles), ejerció como responsable de inmigración y del comité de operaciones técnicas de la ciudad hasta 2008. «Cuando estuve en el parlamento local, yo sentía que no me trataban bien», recuerda. ¿Racismo? «No usaría esa palabra. Yo estaba en una zona de gente muy conservadora y quería que cambiaran su forma de pensar. Pude demostrarles que un extranjero no es algo negativo para la comunidad. La multiculturalidad es riqueza, como un jardín con flores de distintos colores y olores».

Regreso al Mediterráneo

Para entonces ya era gerente de tienda de Ikea. «Yo decía sí a todo». En 2015 ascendió a director de Ventas en Turquía, donde siguió su ascenso como líder de Operaciones. «Como minorista, pensé que podía contribuir con mi país», asegura Nurettin Acar, comprometido también con el programa de sostenibilidad emprendido en su compañía. «Servir de ejemplo para el sector del ‘retail’». Allí estuvo hasta que «en una conversación escuché que se iba a transformar el negocio en España, y me presenté al cargo. Vine como responsable de un área y ahora lo soy de todo el mercado del país. España es un destino fabuloso. He conocido aquí algo mejor que las playas o el vino. He encontrado el sol en los corazones de las personas y me siento como en casa».

En estos dos años en Madrid, además, ha tenido dos hijos con la cantante de ópera Anna, su esposa desde hace siete años. De 18 meses el mayor, Dara, y de cuatro la menor, Liya. Supieron del primer embarazo al poco de llegar. «No tuvimos mucho tiempo para asentarnos», asegura. Pero llegó la pandemia y empezaron a pasar mucho tiempo en casa. Decidieron decorarla. Con Ikea, desde luego.

«Tardamos dos meses pero ahora encuentro mis calcetines y camisas, y en la cocina sé dónde está cada cosa», dice Acar. Aunque no todo es de la firma sueca. «Tengo muebles que diseñé yo y construyó un carpintero turco. La mesa, las sillas, un sofá. No creo que nunca lleguen a estar en el catálogo porque están hechos a mi gusto». Tiene también «bastantes alfombras de mi tienda que he traído. No tengo espacio para todas pero a veces las cambio. Algunas tienen dos décadas conmigo y fueron fabricadas hace 80 años. Me encantan».

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